lunes, 7 de septiembre de 2009

LAS EMOCIONES Y LA ALIMENTACIÓN

Nuestra alimentación no está condicionada únicamente por factores biológicos, como el hambre y la saciedad. Otros factores (culturales, geográficos, religiosos, económicos...) también influyen mucho en nuestra alimentación. Pero, por encima de ellos, destacan los psicológicos y emocionales.

La primera idea que hay que destacar es que, ante una situación desagradable como es el hambre, la ingesta de comida (en especial, de ciertas comidas saciantes y apetitosas), al eliminar dicha sensación desagradable, desata en nosotros sensaciones afectivas positivas. De esta manera, se va desarrollando una relación comida – sensación positiva, que puede funcionar, incluso, cuando no se tiene hambre.

Así, cuando nos encontramos mal por una causa ajena a la alimentación (por ejemplo, por un problema afectivo o laboral), tenemos tendencia a compensar esta sensación negativa con la comida, que sabemos desatará en nuestra mente emociones positivas. En caso de problemas psicológicos prolongados, esta indeseable asociación emocional entre ciertos alimentos y sensación de bienestar puede ocasionar problemas graves de alimentación, que no harán más que retroalimentar el malestar psicológico, debido a la obesidad y todo lo que esta lleva aparejado.


Otro aspecto muy importante es el efecto del estrés en la alimentación. Cuando dicho estrés es ocasional, se producen respuestas psíquicas y fisiológicas que llevan a reducir la ingesta de alimentos. Sin embargo, cuando la situación de estrés se prolonga en el tiempo, la tendencia es la contraria y pueden darse casos de sobrealimentación. La razón podría estar en que ciertos alimentos dulces y cremosos aumentarían la producción interna de endorfinas y otras sustancias opiáceas similares, con las que el organismo intentaría combatir el estrés que le acosa.

Es de destacar una asociación particularmente grave entre estrés y conducta alimentaria en el caso de los adolescentes. La tensión prolongada conduciría a estos, según ciertos estudios, a reducir la ingesta de alimentos sanos, como las frutas y las verduras, en favor de otros más calóricos y menos recomendables. Incluso, aumentaría la tendencia, sumamente perniciosa, a no desayunar.

Otro efecto negativo del estrés puede darse en personas que siguen una dieta. Dicho seguimiento comporta un determinado nivel de tensión, por el esfuerzo que supone imponerse ciertas restricciones. Si, en esa situación, surge un estrés adicional, proveniente de otro campo diferente (laboral, emocional,...), el nivel global de estrés se puede hacer excesivo y, para reducirlo, puede abandonarse la dieta, o al menos relajarse.


El conocimiento de los factores emocionales que influyen en la alimentación puede sernos muy útil para, en la medida de lo posible, controlarlos y hacer que trabajen a favor de nosotros, y no en contra.