Los legisladores discuten acerca de las máquinas expendedoras en las escuelas, los ministros de Salud de algunos países intentan regular la publicidad dirigida a los niños, algunos abogados entablan litigios contra las empresas que ofrecen fast food.
Desde allí, la comunidad científica tiene cada vez más presión para responder por qué comemos tanto.
Entre muchos otros factores, existe uno que es importante tener en cuenta: comemos mucho menos por obtener nutrientes y
más por placer y recompensa.
Estamos construidos para que aquello esencial para sobrevivir nos resulte placentero. Y la comida es una necesidad básica.
Por eso, comer es, para los humanos, uno de
los impulsos más potentes.
El resultado de haber obtenido una recompensa al comer es hacer que las personas “vayan por más”, anticipando el placer que obtuvieron cada vez que consumieron aquello que prefieren.
En realidad no quieren eso -chocolate, galletitas-: lo que desean es el placer y la recompensa que obtuvieron al comerlos. ¡Pero esa sensación dura poco!
Entonces, ¿qué haremos? ¿Comer todo el día para obtener sin parar ese placer? ¿O será que llegó el momento de encontrar otros modos de obtener placer?
O tal vez, ¿por qué no preguntarse: necesito vivir siempre con un nivel alto de placer? ¿La vida que tengo no me alcanza para ser feliz? Me pregunto: ¿podemos vivir intoxicados para sentir que la vida vale la pena?
*La autora es Monica Katz, Médica especialista en Nutrición y Directora de la Carrera de Especialista en Nutrición con Orientación en Obesidad y del Posgrado en Nutrición de la Universidad Favaloro, Buenos Aires (Argentina).